viernes, 13 de enero de 2012

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Cierto, esta fue quizá la semana de las imprudencias, de las ideas que caen así, por cuestiones de azar.

Y las cumplí; fui imprudente y no me arrepiento de ello, porque dicha imprudencia me llevó a estar sentada en donde estoy ahora, a escuchar las regocijantes canciones en francés que no entiendo [debería aprender francés, así por lo menos podría cantarlas] y a leer el libro que modificará la actividad de mis próximas 7 horas.

"Pero en el fondo sé que todo es falso, que estoy ya lejos de lo que acaba de ocurrirme y que como tantas otras veces, se resuelve en este inútil deseo de comprender, desatendiendo quizá el llamado o el signo oscuro de la cosa misma, el desasosiego en que me deja, la instantánea demostración de otro orden en el que irrumpen recuerdos, potencias y señales para formar una fulgurante unidad que se deshace en el mismo instante en que me arrasa y me arranca de mí mismo."

Estaba yo y mi circunstancia [o mi circunstancia y yo], y las sombras que constantemente se veían reflejadas en la pantalla de la computadora. Y estaba él y sus problemas ontológicos; estaba el comensal gordo, el restaurante Polidor, sus conflictos con Hélène y media botella de Sylvaner que terminaría por acabarse [o acabaría por terminarse] al final del relato.

No es que tuviera algo que decir, simplemente estaba ahí, a la espera de cualquier acontecimiento digno de mención. Nada ocurrió así que comencé a escribir.

Crucé media ciudad para leerlo, para escribirle. Y es que habiendo mil y tantos más lo elegí a él; yo soy tan él, deduje, al momento que imaginaba la cantidad de pensamientos que confluían a la par del mío. Son puras bagatelas, ¿pero qué es el mundo sino una masa de pensamientos inconexos, de bagatelas? Quizá simplemente quería no pensar, quizá no quería tomar esa serie de decisiones que sabía eran necesarias, que cambiarían completamente el rumbo, mi rumbo.

Sabía que había tomado una decisión errada, pero nada de eso importó porque entre las líneas de la página 54 apareció una pestaña, que poco a poco fue perdiéndose entre las costuras del libro. Antes había aparecido una nota, resulta que un tal Efrén Benjamín Belman Novelo había pasado por las mismas páginas que ahora yo saboreaba. ¿Habría sido de él la pestaña? Lo ven, ¿qué importancia tenían mis problemas cuando había una pestaña perdida?

De pronto no me importó la pestaña sino el sujeto. ¿Cuál sería su opinión sobre los cambios verbales [casi inadvertidos] del autor? ¿Pensaría [como yo] que Hélène tenía cierto parecido a la Maga? ¿Por qué había elegido ese y no alguno de los veintitantos libros que había en el estante?

"Algo que se me escapaba pero que a la vez tenía que ser profundamente mío acababa de forzarme a entrar y a pedir esa botella de Sylvaner que hubiera sido fácil pedir en otra parte, en otras luces y otras caras"

De buenas a primeras dejó de importarme él y su pestaña [o su pestaña y él], el reproductor que había parado sin que me hubiera dado cuenta, el señor que hace unos minutos había ocupado el asiento de junto, los sujetos que subían y bajaban escaleras sin menor reproche. Dejó de importarme que no acabara el libro, que hubiera dejado a mi amigo solo [no tan solo] en los pulques, o a mi amiga sola [no tan sola] en Salón Corona, y por último, que en todo el día no hubiera encontrado cómo poner guión largo en vez de corchetes. Ya era tarde, tenía que desocupar el lugar.

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